Monadismo

0

MONADISMO

Joan Saló

18 de Noviembre 2010 al 15 de Enero de 2011

Habría un malentendido dotado de una curiosa persistencia, un malentendido sobre el cual no se habría aplicado aún el poder desfibrilador del arte. Ese malentendido presupone una cierta incompatibilidad entre la idea de un orden natural espontáneo y la existencia de pautas repetitivas que adquieran un poder definitorio en el ámbito de los procesos o en el de los resultados. En un mundo que se percibe compuesto de formas y hechos únicos e individuales la repetición es un fenómeno anormal más propio del artificio arquitectónico o industrial que de la condescendencia propia de esa naturaleza que se recrea infinitamente sin ser nunca la misma. La repetición apunta hacia un orden frío, duro, en el que se cierran los márgenes de toda modulación orgánica y se acaba imponiendo la eficacia lógica y material de una regulación estricta e inalienable. Es, supuestamente, dentro de esa lógica oscura, en lo más profundo de ese punto ciego en el que coinciden la repetición exacta y la indiferenciación despreciativa de lo real, donde la reproducción identitaria nos conduce al colapso aural y sensual que nos sitúa ante la disyuntiva de ser devuelta a lo natural a través de recursos ornamentales y estilísticos o, como alternativa, ser reclamada en su máximo rigor y desnudez como el fundamento constitutivo de un ideal moderno, racionalista y postromántico, inspirador del control humano del mundo.

Detrás de este malentendido, sin embargo, lo que subyace es una idea de la repetición ceñida al inmaculado ideal de la absoluta identidad de lo mismo. Se trata de esa repetición mecánica de corte pragmático que simplifica los procesos recurrentes de gestión de información propios de los ámbitos burocrático y académico y los de producción material propios de la cadena de montaje. Es la repetición que busca un punto óptimo de eficacia reduciendo al mínimo el error y los imprevistos y fomentando la especialización y estandarización en el ámbito de los procesos y los materiales. Se trata, en última instancia, de conseguir un grado de excelencia utilitaria cuya eficacia estaría estrechamente unida a un cierto grado de asfixia simbólica. Es una repetición que se ejerce en terrenos monosémicos en los que no hay lugar para segundas interpretaciones. El significado se propone como único, compacto, articulado a través de un conjunto de matices semánticos organizados según acepciones de forma que, aun contemplándose de alguna forma la posibilidad de mejorar los procesos de interpretación y comprensión, nos impone perentoriamente la imposibilidad de una genuina hermenéutica de la repetición, pues la hermenéutica no sería sino el imperio anárquico del matiz en el que no se respeta ninguna forma del principio de identidad, un lugar donde nada es lo mismo dos veces. Frente a ello, la repetición vulgar y esclava de la rutina, lo que postula, en cambio, es un ritmo machacón y hueco, un espacio textural de fondo, siempre de fondo, que coincide exactamente con las reglas de la trama uniforme que define una especie de desierto sígnico en el que cualquier exploración se reduce a la constatación de los mismos elementos. Es lo más vacío de todo.

Debemos entender que este malentendido surge de la tentación de lo simple y que nos impulsa a negar a la repetición la capacidad de dar origen a lo diverso. Es un malentendido fruto de la idealización lógica que parte de una concepción forzada del principio de identidad. Pero la repetición, como ya se ha sugerido, no es identidad ni siquiera en el contexto de esa lógica ideal. El malentendido no es tanto la consecuencia de una pretendida lógica natural, sino de la censura a la que se someten los elementos diferenciadores, pues lo que se repite no puede ser lo mismo, siempre se impone un grado de deriva en el tiempo y en el espacio.

Esa concepción de la repetición dificulta la exploración de amplias zonas de lo real y la profundización en sus aspectos generativos. Del mismo modo, nos impide entender que en sus formas más simples el símbolo, el ritual, la costumbre interiorizada y el resto de las formas más rudimentarias de protoconsciencia descansan sobre una reiteración casi obsesiva de un elemento que acepta variaciones y enfoques diversos sobre una base repetitiva constante. De ahí que en las raíces del significado no se encuentre tanto una función semántica nítida y definida a través de una pluralidad de matices, sino un impulso y una obstinación en la que las diferencias van surgiendo como encuentros residuales, imprevistos, desviaciones de la norma que sólo adquieren cierto sentido al cabo de una recapitulación y recombinación a posteriori. Lo que nos hace tener una imagen del mundo no es un contacto directo con la diversidad de las cosas, sino las desviaciones que se producen paulatinamente en el seno una acción fija y perseverante.

 

  1. En este contexto, la propuesta de Joan Saló explora regiones marginales y recónditas, que con frecuencia son olvidadas a causa de este malentendido. Desde sus obras, por medio de una repetición no organizada según modelos ornamentales ni ideales modernos o lógicas fractales, es posible abordar los resortes claves a través de los que se prefigura un tipo de orden primario. Se trata de una forma de organización espontánea más íntima, desprovista de la articulación contingente del elemento cultural y la vertebración rigurosa del artificio matemático. El principio organizativo apunta más bien hacia una comprensión directa de los parámetros en los que se desencadena una relación causa-efecto en la que se descubre tanto la compenetración y el entrelazamiento esencial que existe entre la cadencia de lo regular como la presencia de un elemento estructural falible que modula el espectro de variaciones entre lo previsible y lo imprevisible.

Ese rango de orden-desorden se plantea a través de unos procesos llevados a sus componentes más simples, pero no mediante un modelo experimental ‘científico’ diseñado en los márgenes de la experiencia cotidiana, intentando aislar ese detalle esencial a base de imponer sobre ella unas condiciones operativas de carácter restrictivo. No se pretende descartar esa rutina homogénea y muda, sino penetrar en lo más imperceptible de la misma atravesando el velo opaco que tienden la normalidad más reincidente y la recurrencia sinfín de unas situaciones que, en vez de constituirse como paradigmas normales —en el sentido kuhniano del término— nos descubren siempre un fallo inesperado o provocan un grado de saturación en el que se descubre el entramado de esa opacidad que así se hace, por consiguiente, iluminadora.

En esa labor, los materiales y las formas se desarrollan con la espontaneidad y la claridad más propia de su naturaleza, reduciéndose las decisiones de ejecución al mínimo. Esas decisiones vienen, la mayoría de las veces, determinadas por las cualidades intrínsecas del material empleado. El acto artístico no es tanto un acto creativo como, en cierto modo, anticreativo, pues se centra en acotar y liberar unos parámetros inerciales cuyo ámbito natural se sitúa en la antesala de cualquier gesto creativo. Así, no se desatan los componentes inerciales del inconsciente surrealista o expresionista, sino las modulaciones orgánicas de unos estados protosimbólicos en donde los materiales se postulan como un principio de ordenación provisto de una lógica inmanente y abierta que —sin forzar el umbral de trascendencia a otro nivel— demarca un territorio donde se producen reincidencias y desviaciones que, en su mutua correlación, asumen la naturaleza de precondiciones de cualquier significado posible. Por eso no se trata de una inercia orgánica en términos fisicalistas, pues la materia se define al mismo tiempo como el elemento que posibilita tanto una consolidación física como la gramática originaria propia del fallo, de la diferencia según la cuál lo material pierde su consistencia física y, desdoblándose, adquiere una resonancia simbólica pura, previa a cualquier sistema material y cultural. Tanto materia y cultura serían instancias contingentes, que se desarrollan al margen de ese fenómeno primigenio que se desvanece cuando intentamos aprehenderlo a través de unos procesos de definición y combinación que, proyectando restricciones y censuras sobre potencial simbólico original, desfiguran la inmediatez de cualquier posible desvelación.

De esta manera, las obras de Joan Saló buscan la naturalidad anterior a la finitud de lo constructivo, un terreno abierto sin la censura propia del interés significativo. Mediante la investigación minuciosa de un número limitado de raíces genitivas aspira a obtener una comprensión abstracta de lo real en su conjunto. A través de la determinación que impone la trama del lienzo, el peso de la arcilla y la adherencia de la cinta, y aplicando fuerzas básicas y elementales, explora cómo a partir de esos elementos se genera un campo aparentemente desorganizado y sin sentido que nos descubre unas dimensiones que no responden a la pericia matemática del fractal ni a la superficialidad caótica del ruido. Sus obras se mueven por un espacio liminar estrecho en el que las relaciones entre lo micro y lo macro se negocian en un territorio tan fértil como incierto. Su obra parte de un esfuerzo cuidadoso por no forzar acontecimientos, pero sin dejar las cosas como estaban y busca el punto infinitesimal que delimita la estrategia de acceso a esa prágmática de la variación mínima por la que se articulan los significados más originarios, esos significados que, con posterioridad, acaban convirtiéndose en constantes existenciales compartidas por cualquier forma de vida simbólica y protosimbólica.

Y para ello procede con un cuidado artesanal, con la perseverancia del que sabe que tras esos gestos ínfimos y minuciosos se esconden las reglas ocultas de la incertidumbre que acompaña el paso del tiempo. Esa búsqueda, llevada al extremo, nos encamina a la comprensión de una raíz generativa esencial en la consistencia y profundidad de esas formas de registro básico a las que, por su simplicidad, no cabe asociar ningún código o lenguaje temporal. Son obras que habitan la antesala del cambio, como un ensanchamiento del instante que precede al acontecimiento, al cambio de registro. Son obras que buscan el espesor que comparten a un mismo nivel el gesto más mínimo y fugaz y la sedimentación gradual y milenaria. Pues existen unos procesos básicos que no entienden de escalas: el hoy y la historia, lo pequeño y lo grande, la meditación y el sentimiento… se nos muestran así unidos por una forma de mirada más básica, original e incondicional que antecede y posibilita cualquier intento de conceptualización que pudiese plantearse en este ámbito. Es precisamente a través la intuición de la artificialidad de las escalas como se llega a entender la violencia inútil que con frecuencia se ejerce en nuestra mirada y que provoca que, en última instancia, lo que llamamos conocimiento se convierta en la ceguera dogmática que sólo oculta el fracaso de nuestras ganas de comprender.

 

III. Únicamente mediante la desaparición de las escalas arbitrarias se puede acceder al punto esencial de coincidencia entre las cosas, sin forzar la diferencia artificial entre ellas a través de las impresiones puntuales derivadas de la perspectiva cerrada de nuestra posición en el mundo. Desde ese punto ciego, apenas un ejercicio paciente de desacostumbramiento nos permite superar lo rutinario de la mirada y acceder a un espacio en el que la diferencia y la igualdad son algo próximo e interconectado. Lo que se antoja incompatible a nuestra escala es para Joan Saló un vértice revelador, un punto neutro esencial en el que intenta situarse, un lugar tan cercano como inaccesible, en el que cualquier avance se realiza asumiendo el riesgo de entrar en una zona incomprensible desde todo punto de referencia exterior. Sería algo así, valga la imagen, como penetrar en una mónada leibniziana. Aquellas mónadas donde lo múltiple y lo simple aparecen interconectados y que son, en última instancia, la manera más elegante y coherente de entender que la simplicidad perfecta no constituye un sistema cerrado: aunque se trate de una apertura siempre interior, en ella se recoge la frondosidad y complejidad de todo lo exterior. De ahí que sea posible hablar de una forma de monadismo, de una especie de nomadismo esencial que recorre el punto crítico en el que coinciden lo más íntimo y lo más externo. Ese punto en el que el viaje interior y el viaje exterior son indistinguibles al realizarse parejamente por una y la misma senda. No es casual tampoco que pasividad y actividad confluyan armónicamente en la mónada, donde el paso de una apercepción a otra se desarrolla sobre la base de una apetición interna.

De este modo, la obra de Joan Saló aborda lo que podría entenderse como un análisis pasivo frente al análisis activo de la experiencia típica que actúa mediante filtros, reducciones, y prejuicios. Es un análisis que no afirma ni rechaza una dimensión humana, pues responde a un ansia más íntima de conocimiento que intenta preservar una cierta compatibilidad originaria entre perspectiva y totalidad. Ese análisis se presenta en esta exposición en dos de sus dimensiones básicas. Por un lado los monotipos, que son imposiciones de plásticos manchados con los restos de tinta de los bolígrafos que han pintado los cuadros, concentran el impulso de concreción y fijan en un punto espaciotemporal los elementos básicos del proceso creativo. Son la reducción crítica o involutiva del resto de prácticas creativas que los asumen como referentes y puntos de huida. Por otro lado, los cuadros, aun partiendo de tales referentes mínimos e irreductibles —la mancha, la raya— asumen el hecho de que esos elementos mínimos y singulares no se realizan de forma aislada o puntual. Su densidad adquiere así un sentido complejo, pues emiten y absorben flujos modulables en otras dimensiones. La extensión del plano pictórico, la espacialidad del espacio expositivo, la elasticidad del tiempo que parte de un presente único y se abre a través de múltiples formas de registro… Se trata de aperturas que se realizan desde lo más simple pero que afectan a cualquier marco de coordenadas que sea posible construir a través de la acción humana. Son aperturas que se ajustan al contorno de nuestra experiencia al tiempo que abren dimensiones nuevas. Por ello, la relación entre el cuadro y el monotipo es ambivalente y refleja al mismo tiempo una cercanía y una lejanía absolutas. Nos plantea de forma simultánea los dos sentidos: llenar el lugar y abrirse hacia el espacio de exposición o, hacer relevante el punto ínfimo del que salen y al que vuelven. Monadismo presupone, en este caso, habitar la inmensidad de esos trayectos infinitesimales en los que resulta posible cualquier cosa —la expansión y la concentración, el desencadenamiento y el colapso… que no son ni siquiera el resultado de la distinción entre las fases de un latido, sino uno de los cimientos más sólidos de esa simultaneidad que da cuerpo al presente exacto, a esa línea delgada y tan extremadamente delgada que se traza entre la humareda de recuerdos y expectativas con las que aspiramos a dar cuerpo a nuestra última ficción. Esa línea que, pese a todo, es lo único que realmente vivimos y habitamos.

 

  1. Monadismo son, pues, obras que nos llevan hacia los albores de un lenguaje rudimentario que parte de lo más escurridizo y nos sitúa ante el destino sombrío que parece tenderse sobre quien se da cuenta de que no hay forma de entendimiento o comprensión duradera que no se levante sobre la búsqueda de lo huidizo, sobre quien descubre que no hay conocimiento más sólido que ese que profundiza en la debilidad de sus cimientos, que la trascendencia sólo se obtiene asediando un punto vacío y que en el mundo no hay consistencia mayor que la de una incertidumbre íntima que proviene del hecho que lo perecedero no se limita a la fugacidad del momento material sino que se extiende a las reglas básicas de la vida. Aunque, por suerte, también nos ayuda a entender que por debajo del impulso regulativo no hay leyes que no se sostengan sobre nada, sino una tierra de nadie ancha y libre en la que es posible el ejercicio de una libertad duradera.