SUPER EXITOS
EDUARDO BALANZA
7 de Febrero al 8 de Marzo de 2014
Somos lo que pone en la carátula de nuestras cintas.
Nacho Ruiz
El arte del siglo XX no existiría como tal sin el bote de hojalata. El uso de los primeros objetos estañados hechos a base de cobre se remonta a la época del Imperio Romano, pero a nosotros nos interesan cuando se convierten en continentes de la pintura al óleo. Esos botes de pinturas comerciales permitieron la pintura a plain air de los impresionistas, los excesos matéricos del arte de los años 40 y todo lo que en la pintura ha ocurrido desde entonces. La hojalata ha sido más importante en el arte contemporáneo que todos los críticos europeos.
De la misma forma la cinta de casete puede ser considerada una de las máximas expresiones artísticas que existen. Desde que se popularizaran en los 60 los mix tapes, las cintas recopilatorias de distintos autores, han acompañado al mundo moderno hacia la reafirmación de las personalidades más dispares. Lo que en un primer momento viene ya enlatado, preseleccionado por la casa discográfica, se convierte en autoedición a partir de los años 80 gracias a las nuevas cintas de cromo y su mejor sonido. Todo un universo de jóvenes y adultos pudo crear su universo musical combinando Kiss con Uriah Heep o Donovan con The Mamas and the Papas. O Kiss con Donovan, quien sabe.
Las cintas representan la libertad de creación musical para quien no crea música, y su desarrollo es tal que Geoffrey O´Brien[1] ha denominado este fenómeno la forma de arte más practicada en Estados Unidos. Pero no fue un fenómeno exclusivamente estadounidense, y buena prueba es el desarrollo en España. El formato y su transportabilidad acabaron convirtiendo el propio soporte en un medio de expresión, y los papeles dejaron de reproducir las listas de las canciones elegidas para convertirse en la base de collages con fotos de los grupos, dibujos y pintadas vinculadas al estilo o pequeñas piezas pictóricas. Una vez almacenadas, generaron pequeñas bibliotecas con lomos pintados a mano o pulcramente mecanografiados. Pocas cosas han hecho tanto por la autoafirmación juvenil como las cintas de casete.
El sonido no siempre era el mejor en un momento en el que la principal fuente de archivos era la radio. Había que afinar mucho para evitar anuncios o voces de locutores, pero el estándar de calidad era diferente al de hoy día. La llegada del CD continuó el proceso de autoselección hasta traerlo a las listas de Spotify. Mientras aquel seguía permitiendo utilizar el soporte como medio plástico, la total digitalización ha eliminado parte del hágalo usted mismo, ha unificado estéticas y ha producido un sonido pulcro, a costa de aquellas calidades que hoy resuenan en nuestra memoria como el sonido del rock&roll. Cualquier archivo digital está a nuestro alcance en minutos de forma gratuita y eso ha cambiado nuestra forma de entender la música.
Y nuestra forma de entender la música ha cambiado nuestra vida. Los vinilos y las casetes obligaban a levantarse cada cierto tiempo, a buscar las canciones, a valorar los principios… hoy los reproductores mp3 producen música incesantemente en un bucle, aleatorio o no, que ha eliminado el ritual de la selección. Esta música, siempre buena y siempre inagotable, se acaba diluyendo al carecer de las cesuras del protocolo del cambiar la cara.
Los grandes éxitos de Eduardo Balanza son un canto a esa cultura de gasolinera en la que crecimos, a aquellas fotos recortadas de Discoplay con las portadas de discos de The Clash o Boney M. Una reconsideración magnificada del formato que generó un arte universal, una cultura extremadamente personal y al mismo tiempo tan difusa como la propia música.
[1] O’Brien, Geoffrey. Sonata for Jukebox. 2004.